Sin esos seres invisibles no habría películas, pero el negocio del cine depende de ignorarlos, exprimirlos y desecharlos. Faulkner, Sartre, Scott Fitzgerald y Cabrera Infante fueron maltratados como guionistas.
Sin guionistas no habría películas o series, pero el negocio de las pantallas depende de ignorarlos, exprimirlos y desecharlos».
El único género que aún se escribe a mano es la receta médica. Aunque carece de valor literario, representa una obra de autor, pues depende de la firma y de la autoridad que la respalda. Entre sus muchos méritos, la Medicina ha logrado que el texto siga siendo un trabajo manual y que los farmacéuticos desarrollen habilidades de epigrafistas para descifrar caligrafías.
Mientras la legión de Hipócrates mantiene viva la tradición manuscrita, la industria de las pantallas anhela una variante posthumana de la escritura.
Cada año, en la entrega de los Óscares se señala que ninguna historia surge por accidente y aparece la toma de una mano que percute febrilmente sobre una vieja máquina de escribir. Así se alude a un trabajo arcaico que, durante unos segundos de horario Triple A, es percibido como heroico. Luego de un aplauso, nunca digno de la standing ovation para la que vive Hollywood, la estatuilla se entrega a una persona de aspecto atribulado que nadie conoce. Aunque autores célebres como George Bernard Shaw o Tom Stoppard han recibido el Óscar, la mayoría permanece en el anonimato.
PUBLICIDAD
Sin esos seres invisibles no habría películas, pero el negocio del cine depende de ignorarlos, exprimirlos y desecharlos. Faulkner, Sartre, Scott Fitzgerald y Cabrera Infante fueron maltratados como guionistas. No es casual que haya espléndidas novelas sobre el suplicio de escribir para la pantalla, como El desencantado, de Budd Schulberg, o Rating, de Alberto Barrera Tyszka.
Alguna vez comenté que ser guionista equivale a ser el cocinero de un antropófago. Preparas distintas versiones de un guiso hasta que descubres que el platillo eres tú mismo: estás ahí para ser devorado.
Salvo casos excepcionales, como el de Jean-Claude Carrière con Luis Buñuel o el de Harold Pinter con Joseph Losey, los autores rara vez establecen una mancuerna creativa con un director. Se trata, pues, de un trabajo sacrificado al que se llega porque otras variantes de la escritura alimentaria son aún peores.
Lo dramático es que, mientras más guiones se necesitan, menos fuerza tienen sus creadores. Durante la pandemia, las plataformas de streaming crecieron de manera exponencial. En el cine, el guionista puede aspirar a recibir un porcentaje de la taquilla. Las series cambiaron esta ecuación y no pagan por el número de vistas. Si la serie se reproduce en otro territorio, el creador no es dueño del producto.
En la televisión británica, ciertos guionistas pueden trabajar en soledad, pero la norma internacional obliga a colaborar en equipo para acelerar la productividad. El writers’ room colectiviza (o industrializa) la escritura. El peligro es que el chat GPT-3 ya está en condiciones de sustituir a los escritores secundarios y no hay legislación que lo impida. El próximo efecto especial de las pantallas será el guionista robot.
Todo esto ha provocado la principal huelga de guionistas de Estados Unidos de los últimos quince años. Por suerte, los actores, que son quienes generan el dinero, han decidido apoyar a los seres anónimos que les escriben sus parlamentos.
En Barton Fink, los hermanos Coen hicieron una sátira del viejo Hollywood en el que un magnate atrabiliario dominaba los estudios. Con los años, la industria refinó sus mecanismos de control y creó un oficio para administrar la creatividad ajena: el ejecutivo, cuya característica fundamental es la de haber escrito nada. Esa virginidad le da poder, pues lo presenta como un juez neutral (cuando, en realidad, sólo es inocuo). Lo más sorprendente de Los Soprano, The Wire o Breaking Bad es que hayan podido superar la limitada visión de los ejecutivos que trataron de impedir su desarrollo.
Hablé del tema con Guillermo Arriaga, premiado en Cannes por mejor guion y autor de la brillante trilogía que dirigió González Iñárritu. Desde hace años se ha concentrado en la novela, pero no ha perdido el gusto por escribir para la pantalla. Sin embargo, cada vez que lo intenta, se topa con un ejecutivo que carece de argumentos pero no del poder para decir: «No me late». Si este oficio no ha sido suplantado por la IA es porque no ha demostrado que dependa del raciocinio.
Las historias que contemplan millones de espectadores son escritas por personas invisibles que dependen de intermediarios que difícilmente califican como personas.
La huelga de los guionistas es, en el fondo, una lucha entre lo humano y la condición posthumana.